Comentario
A pesar de la espectacularidad de los atentados anarquistas de las décadas de 1880 y 1890, a pesar de que teóricos anarquistas como Kropotkin, Elisée Reclus, Charles Malato, Jean Grave, Errico Malatesta, Emma Goldman, o John Most elaborarían una abundante y polémica producción teórica y panfletaria (de la que lo más interesante sería la redefinición del anarquismo por Kropotkin como "comunismo libertario"), el anarquismo era una fuerza declinante, salvo en España, Italia y Rusia. Por dos razones: porque la violencia terrorista aisló a los anarquistas (y así, en 1896 fueron expulsados de la II Internacional, la organización creada en 1889 por iniciativa de los sindicatos británicos y de los socialistas franceses para integrar al movimiento obrero de toda Europa); y porque los anarquistas -que hacían de la abolición de todo poder instituido uno de los puntos centrales de su doctrina- no entendieron el papel del Estado en la sociedad moderna.
Fue precisamente para contrarrestar ese aislamiento por lo que Pelloutier -secretario de la Federación Nacional de Cámaras de Trabajo desde 1895 evolucionó del anarquismo hacia el "sindicalismo revolucionario", como concretó en los artículos que en aquel mismo año escribió en la revista Les Temps Nouveaux. Pelloutier instaba en ellos a los anarquistas a penetrar en los sindicatos, a convertir éstos en laboratorio de las luchas económicas, y a impulsar desde ellos la acción revolucionaria de las masas al margen de la acción política de los partidos. Un grupo de dirigentes eficaces y activos -Emile Pouget, Victor Griffuelhes, G. Yvetot, A. Merrheim, Paul Delesalle, Pierre Monatte- hicieron de la CGT francesa, fusionada en 1902 con la Federación de Cámaras, el bastión del sindicalismo revolucionario, que tuvo su mejor formulación en la llamada Carta de Amiens, el documento programático que el secretario de la sindical, Griffuelhes, presentó e hizo aprobar en el congreso de octubre de 1906. La Carta era un llamamiento a la revuelta de los trabajadores contra todas las formas de opresión y explotación a través de los sindicatos, y perfilaba la doble función que, en esa concepción, correspondía al sindicalismo: la "obra reivindicativa cotidiana" para la realización de mejoras inmediatas para los trabajadores, y la preparación de la emancipación integral de la clase trabajadora, a través de la huelga general, para forzar la reorganización social en el marco de una sociedad igualitaria estructurada y dirigida por los sindicatos.
El sindicalismo revolucionario apareció, por tanto, como una verdadera alternativa revolucionaria al reformismo gradualista y parlamentario de los partidos socialistas. La propia CGT desencadenó en los años 1907 y 1908 una verdadera ofensiva revolucionaria de huelgas. En España, el ejemplo francés llevaría a la creación en 1911 de la sindical anarco-sindicalista Confederación Nacional del Trabajo (CNT), fuerte en Cataluña y con influencia en Aragón, Valencia y Andalucía. En Italia, fue configurándose en el interior del propio partido socialista (PSI) un ala sindicalista cuyos principales líderes eran Arturo Labriola y Enrico Leone, que rechazaba el reformismo del partido, quería opciones más radicales y enérgicas en cuestiones como el Mezzogiorno, la Monarquía y el Ejército, sostenía que el parlamentarismo acabaría por llevar al PSI a compromisos oportunistas, y hacía del sindicato, y no del partido, el auténtico organismo de la clase obrera. Los sindicalistas salieron del PSI en julio de 1907, y en 1912 crearon su propia sindical, la Unión Sindical Italiana, como alternativa a la reformista CGIL.
El sindicalismo revolucionario tuvo también impacto no desdeñable en algunos países anglosajones. En Estados Unidos, se creó en 1905 la organización Trabajadores Industriales del Mundo, conocida por sus siglas inglesas IWW (Industrial Workers of the World, popularmente los Wobblies), que aglutinó a 43 organizaciones sindicales opuestas a la línea pragmática y negociadora de la American Federation of Labour (AFL, la Federación Americana del Trabajo), la poderosa sindical creada en 1886 y dirigida hasta 1924 por Samuel Gompers. Sobre todo, el ala radical de los IWW dirigida por Big Bill Haywood, se orientó desde 1908 hacia el sabotaje industrial y la huelga revolucionaria como formas extremas de la lucha de clases, y logró, además del éxito en una serie de huelgas resonantes, indudable ascendencia entre los trabajadores (aunque nunca pudo desbordar a la AFL: ésta tenía en 1914 unos 2 millones de afiliados; los IWW, unos 100.000).
El ejemplo norteamericano, mucho más que el francés, influyó en Gran Bretaña. La radicalización obrera de los años 1910-14, protagonizada por mineros, estibadores y ferroviarios, fue en parte debida a la evidente impregnación sindicalista de un sector del movimiento obrero, que tuvo un líder de extraordinaria capacidad en Tom Mann, y su traducción ideológica en el folleto El próximo paso de los mineros, aparecido en 1912, que llamaba a una acción extremadamente drástica y militante y a la huelga general, como formas de presión para la transformación de la economía y de la sociedad.
El radicalismo obrerista del sindicalismo abrió ciertamente expectativas revolucionarias: años después, John Dos Passos (1896-1970), el escritor norteamericano, escribiría una romántica evocación de los wobblies y de Big Bill Haywood en Paralelo 42 (1930), la primera de las tres novelas de su trilogía U.S.A. Mucho antes, en 1908, el ensayista francés Georges Sorel (1842-1922), un ingeniero de caminos que, al jubilarse con 50 años, se hizo socialista y se interesó por el marxismo, escribió Reflexiones sobre la violencia, un largo ensayo sobre la lucha de clases cuyo espíritu y tesis coincidían con los planteamientos del sindicalismo revolucionario (aunque Griffuelhes, en concreto, no debió leerlo, pues dijo que sólo leía novelas de Dumas). El libro de Sorel era una verdadera diatriba contra el gradualismo del socialismo parlamentario, encarnado por Jaurès, el líder de la SFIO, contra el reformismo, contra el humanitarismo ilustrado y contra el positivismo. Y a la inversa, Sorel exaltaba la fuerza de los mitos y de las ideas, el heroísmo y la acción, la violencia proletaria (en la que veía una nueva moral de libertad). Esbozaba, pues, una teoría de la revolución en la que los sindicalistas adquirían el papel de héroes homéricos, el sindicalismo revolucionario se revelaba como la nueva virtud o religión que sostendría a la humanidad, y la huelga general, como el mito del proletariado y manifestación de la fuerza de las masas.
Y sin embargo, el sindicalismo revolucionario fue -tal vez salvo en España- un hecho efímero y contradictorio. Su éxito inicial se debió sin duda a la insatisfacción de muchos trabajadores con el gradualismo socialista, y a su énfasis en la acción directa de los obreros en las fábricas, porque ello suponía una forma radical de defensa de sus intereses inmediatos. Pero esa era la raíz de su debilidad, como vieron desde el primer momento algunos de los dirigentes anarquistas, como Malatesta, que habían seguido con gran atención la aproximación anarquismo-sindicalismo desde que la planteara Pelloutier: pues el sindicalismo, pese a su retórica revolucionaria, no era en la práctica sino un movimiento sin otra finalidad que el mejoramiento de las condiciones laborales de los trabajadores. Además, la CGT se recuperó mal de la derrota que Briand infligió a los ferroviarios franceses en octubre de 1910. La aprobación de nuevas leyes sociales -como el descanso semanal en 1906 y la ley de retiros obreros en 1910- disminuyó el malestar social. El mismo Sorel se decepcionó pronto y en los años 1911-14 se aproximó al nacionalismo de Acción Francesa. Bajo la dirección de Léon Jouhaux, nuevo secretario general desde 1910, la CGT optó por una línea más pragmática y prudente e inició una aproximación política a los socialistas: incluso apoyaría el esfuerzo de Francia en la guerra durante la I Guerra Mundial.
En Italia, la Unión Sindical Italiana, aunque tuvo parte activa en los conflictos de los años 1911-14, nació aislada y nunca amenazó realmente la hegemonía de la reformista Confederación General Italiana del Trabajo. Algunos dirigentes sindicalistas -como Labriola y Pannunzio- hicieron suyos los argumentos nacionalistas que definían a Italia como nación proletaria y defendieron la guerra de Libia. Se abrió, así, la posibilidad de una hipotética confluencia entre nacionalismo populista y sindicalismo, que volvió a dibujarse en 1914 ante la guerra mundial, al extremo que el sector intervencionista de la USI, dirigido por De Ambris y Corridoni, terminó por escindirse y crear una nueva sindical, la Unión Italiana del Trabajo (Unione Italiana del Laboro, U.I.L.). Que hacia esa confluencia nacional-sindicalista basculara por las mismas fechas alguien como Benito Mussolini, hasta entonces uno de los líderes de la izquierda socialista, no era sorprendente. Desde 1911-12, Mussolini, sobre quien Sorel tuvo reconocida influencia, se había situado, aun dentro del PSI, en posiciones muy próximas a las del sindicalismo revolucionario, condenando el reformismo de PSI y CGIL, y defendiendo el espontaneísmo revolucionario de las masas, la autonomía sindical y la huelga general revolucionaria. En Gran Bretaña, el sindicalismo no llegó a constituirse ni siquiera como corriente organizada dentro de los sindicatos. En Estados Unidos, finalmente, la influencia y prestigio de los IWW disminuyó sensiblemente durante la I Guerra Mundial, y la organización no sobrevivió a las polémicas y crisis internas que surgieron en la postguerra en torno al problema de su afiliación o no al movimiento comunista.